La buena receta - Tercera parte (3/5)
Entregas previas:
Han pasado ocho meses. Ocho
meses de tranquilidad, de rutina diaria. Del trabajo a casa y de casa al trabajo,
no necesito más. Me dirás que es una vida muy aburrida, pero es mi vida…no la
tuya. Aunque algún viernes o sábado por la noche, si me encuentro animado, me
acerco por el bar de Jim, a tomar un par de bourbon.
Me acomodo en una esquina de la barra y paso
el rato contemplando el ambiente. No tengo amigos con los que salir y,
prácticamente, ni con quien hablar. De vez en cuando hablo de cosas rutinarias
con alguno de los otros inquilinos de la barra, pero no es lo habitual.
La mayoría de conocidos de cuando éramos jóvenes se marcharon del pueblo hace
tiempo.
Dos semanas después me encuentro en plena
faena, ocupado con las bandejas de tiras de pollo ya preparadas para freír. Es
el turno de noche, el día ha transcurrido estupendamente, pero entonces aparece
el gerente.
—Peter, tengo que decírtelo para que lo
tengas en cuenta —me dice, nervioso, temblándole la mano que sujetaba una hoja
de papel—, un cliente que se acaba de marchar nos ha rellenado una hoja de
reclamaciones, diciendo que el rebozado estaba duro.
Estampo la bandeja metálica que tenía
agarrada con las dos manos, llena hasta el borde de tiras de pollo, contra el
suelo con todas mis fuerzas. Las tiras salen disparadas en todas direcciones,
el marinado mancha gran parte de la cocina, además del uniforme del gerente, el
estruendo es ensordecedor y todo el mundo se queda parado. El resto de
empleados se quedan de piedra, deteniendo la tarea que estuviera haciendo cada
uno, y los clientes dejan de comer, intentando atisbar a que se ha debido el
tremendo ruido que se ha producido detrás del mostrador.
—¡Por los cojones va a estar el rebozado
duro! ¡Eso es imposible! —le chillo al gerente, acercándome a ese gilipollas
hasta que casi nos rozamos cara con cara.
El gerente retrocede un par de pasos,
apoyando la mano que tiene libre en la encimera. Mano que, por cierto, se
mancha del marinado que pringa casi todo lo que nos rodea.
—Lo siento mucho, pero esta materia prima
desperdiciada se descontará de tu sueldo —me dice—. Ahora mismo tengo que
abrirte un parte, son las normas.
Tengo el cacillo metálico de servir la
mezcla en mi mano izquierda, noto como lo estoy apretando como si quisiera
desintegrarlo, me miro la mano y tengo los nudillos blancos…duele. Me gustaría
levantar el cacillo y estampárselo en la cabeza, a ver si conseguía
desparramarle los sesos igual que he hecho con la carne.
—Además, escucha lo que te digo, —Lo noto
más tranquilo cuando vuelve a dirigirse a mí—, queda una hora y media para el
cierre. Recoge tus cosas y vete a casa, Carol podrá sustituirte el tiempo que
queda.
—Pero… ¡no puedes hacer eso! —le contesto,
aflojando, por suerte para todos, la presión en el cacillo.
—Peter, o te vas ahora mismo o ya no hace
falta que vuelvas otro día. Mañana hablamos, espero que estés más tranquilo.
Una
vez en casa no paro de pensar en lo ocurrido, no paro de dar vueltas por la
sala de estar. No tengo ganas de ver la televisión. No tengo ganas ni de beber
cerveza. ¡Cómo me puede pasar esto a mí! Me meto en la cama, pero no puedo
dormir.
Me subo a la camioneta y comienzo a conducir
por el pueblo. Es muy tarde, no hay nadie por la calle, ni coches ni personas.
No sé qué hacer, si solo estar dando vueltas por ahí, o ir al antro de Jim, el
único que está abierto a estas horas.
Paso por delante del viejo garaje de Ray
Pangborn. Está en un estado bastante lamentable, cerrado desde hace más de diez
años, hasta el cartel que anuncia que se alquila está casi tan hecho polvo como
el local.
Ray fue el mecánico del pueblo durante
décadas, era yo pequeño y ya estaba funcionando el taller. Era amigo de mi
padre, recuerdo haberlo acompañado alguna vez al garaje. Pero cuando instalaron
uno de esos modernos garajes de las multinacionales de las franquicias, el
negocio de Ray comenzó a ir cuesta abajo. Ley de vida, supongo, la verdad es
que yo también trabajo en una cadena de franquicias.
Regreso a casa. Me encuentro un poco más
relajado, más tranquilo. Se me ha pasado un poco el enfado. Estoy mejor porque
el haber pasado por delante del garaje del viejo Ray ha provocado que una idea
se me pase por la cabeza. Mientras le voy dando vueltas me quedo dormido.
Consigo dormir un par de horas.
¡Hola! El ritmo no decae y logra atrapar al lector. Siempre es un gusto leerte. ¡Un abrazo grande!
ResponderEliminarGracias Marita...un abrazo!
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